Hay que establecer sólidos y fluidos vínculos con el mundo, revirtiendo la actual política aislacionista que nos condena a un rincón habitado por países poco expectables.

Julio César Aráoz

En 1980, el célebre economista Paul Samuelson, laureado con el premio Nobel, decía que el mundo se dividía en cuatro categorías: los países desarrollados, los países subdesarrollados, Japón y la Argentina. La definición de Samuelson se refería a la falta de argumentos que explicaran el raudo crecimiento de Japón y, en simultáneo, la magnífica dotación de recursos naturales que la Argentina no lograba traducir en un modelo que garantizara su desarrollo.

“La Argentina tiene todos los recursos y se perfilaba hacia 1910 como una gran potencia; sin embargo, no pudo nunca más consolidar su expansión económica”, citamos a Samuelson.

El economista planteaba así su desconcierto frente a un caso de difícil caracterización. Y era acompañado por una legión de intelectuales.

Un famoso economista, Colin Clark, preconizaba a comienzos de la década de 1940 que, para 1960, la Argentina tendría el cuarto producto bruto per capita más alto del mundo. Empero, para ese momento la Argentina ya se había encaminado por el andarivel de las naciones menos desarrolladas.

En la Argentina campeaba por entonces un diagnóstico errado y repetido hasta el cansancio, cuya vigencia dura hasta nuestros días.

¿Vivir con lo nuestro? ¿Sustituir importaciones? ¿Apelar a viejas recetas, cuya inutilidad es conocida por todos?

Reiteramos, la Argentina se perfilaba como una potencia mundial a comienzos del siglo 20. Ortega y Gasset decía que acaso la esencia de nuestro país era ser promesa. Incumplida, añadimos, ya ingresados al siglo 21.

Entre 1930 y la actualidad, el derrumbe argentino –descontando muy pocas y brevísimas excepciones– es llamativo. Quizá la comparación con nuestros países vecinos ofrezca alguna pista para entender el retroceso de nuestro país.

De liderar cómodamente la región, la Argentina pasó a ubicarse en los últimos peldaños de cualquier tabla que elijamos para caracterizar la performance socioeconómica de nuestro país.

Chile, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Colombia… A excepción de Venezuela y de Brasil, cuya conducta, si bien disímil, es ampliamente conocida, todas las demás naciones han ido superando a la Argentina, a pesar de contar este país con recursos naturales en abundancia.

Aceptémoslo: la Argentina está sumida en un profundo pozo desde hace siete u ocho décadas; con honrosas excepciones, como fue dicho.

¿Por qué en 1980 duplicábamos el producto bruto de Chile y hoy el país trasandino nos supera en un 12 por ciento?

La indomable inflación ubica a la Argentina en compañías poco deseables, siempre al fondo de la tabla. En tanto los países exitosos solucionaron el desafío, en nuestro país este parece no tener solución.

DECADENCIA PERMANENTE

En 1930, la Argentina representaba el tres por ciento de las transacciones internacionales; hoy apenas supera el 0,50 por ciento.

Hacen falta inversiones que se traduzcan en nuevos puestos de trabajo genuino. Mientras en la mayor parte de los países de la región estas superan el 20 por ciento de su producto bruto, nuestro país apenas llega al 14 por ciento.

Otro dato alarmante: mientras la Argentina representaba algo menos del 10 por ciento de todas las inversiones externas en la región, en 2020 ese porcentaje se redujo a un tres por ciento.

El riesgo país supera los 1.600 puntos, con la consiguiente sobretasa sobre los créditos externos. Todos aceptan que con este lastre las inversiones extranjeras no vendrán.

¿Qué hacer? Es hora de reaccionar. La inflación y el desequilibrio fiscal conspiran contra las posibilidades de revertir la crisis.

No podemos seguir engañándonos viendo cómo se desmorona la Argentina. Es hora de propiciar un esfuerzo supremo en materia de ahorro interno, complementado con inversiones externas.

Hay que establecer sólidos y fluidos vínculos con el mundo, revirtiendo la actual política aislacionista que nos condena a un rincón habitado por países poco expectables.

Hay que promover al sector privado como el motor principal de la actividad económica. De lo contrario, veremos caer en extremos difíciles de procesar a un país que un siglo atrás ocupaba sitios destacados entre las principales potencias del mundo.

¿Cómo se logra revertir la pobrísima performance de un país rico pero subadministrado?

Habrá que buscar acuerdos en torno de un plan estratégico entre los principales actores del escenario político y económico. Por ejemplo, un “shock de acuerdos” sobre el rumbo del país que apunten a reemplazar las espesas expectativas negativas por positivas, tales como estabilización de precios –con o sin gradualismo– en vez de altas tasas inflacionarias; desarrollo sostenido en vez de economía declinante; inversión privada creciente en lugar de impuestos distorsivos que impidan o dificulten seriamente la producción y la inversión; estabilidad monetaria que erradique la especulación y la timba financiera; además de comprender que la “grieta” nace de la utilización de los intereses legítimos de la sociedad por quienes, por razones ideológicas, políticas o económicas, rehúyen valerse del diálogo y de los acuerdos como forma de resolver los conflictos naturales de la colectividad.

¿Podremos? El tiempo se agota. Rescatemos a la Argentina.

 

* Exdiputado nacional; exministro de la Nación y exembajador